Las trompetas ya suenan en Jericó

Esta misma semana, «L'Express» publicaba una encuesta con el propósito de auscultar el estado de ánimo de la «Francia profunda» y una de sus principales conclusiones es que más de la mitad de nuestros vecinos creen que la situación política y social en su país «está bloqueada». Si planteáramos la misma cuestión en España, máxime después de las elecciones, tal vez llegarían a los dos tercios quienes pensaran de igual manera. Es cierto que cuanto ha ocurrido en la campaña y precampaña arroja la impresión de que, cerrada ya la ventana de oportunidad de los primeros años de la transición, todo vuelve a estar «atado y bien atado» entre nosotros.

Y hay que dar por seguro que al cabo de la vergonzosa noche electoral los principales prebostes del conglomerado políticofinancieroperiodístico que nos gobierna también anotaron mentalmente que en la España del 89 no pasa «nada» que pueda llegar a inquietarles. La gran necedad contemporánea del hombre occidental sería, sin embargo, no aprender la lección de rebeldía que acaba de llegar del Este. Si este Muro -pétrea pesadilla de tres generaciones, concreción ciclópea de más de un siglo de supuesta inexorabilidad histórica- ha caído, de la noche a la mañana, iqué otro muro no habrá de caer?


Podríamos estrujar la metáfora y decir que la pérdida del escaño de Murcia -atención, por cierto, a las relaciones personales de los miembros del Tribunal Superior de Justicia con la plana mayor regional del PSOE- es la primera grieta en el Muro de la mayoría absoluta, la prepotencia, el enchufismo y la red de intereses creados que tupidamente ha ido cercándonos desde hace siete años. Pero esta reflexión trasciende incluso al problema de quién y cómo debe ejercer el poder.

En los últimos tiempos se ha instalado entre nosotros una mezcla de autocomplacencia, resignación y fatalismo que envuelve por igual a gobernantes y gobernados. «La dosis de cambio ha sido suficiente», proclamó González hace tres años, la única vez que aceptó ser entrevistado por mí. «Ande yo caliente y ríase la gente», parece decir el hombre de la calle, aunque su «andar caliente» se reduzca a menudo, en la práctica, a un agridulce «a mí, con tal de que no me quiten la pensión...».

Los testimonios gráficos que llegan del corazón del solar de la vieja Europa deberían ser las trompetas de Jericó que hicieran caer el conformismo que ha terminado por tapiar tantas conciencias.

En manos de los hombres está, ya vemos, rectificar el curso de su tiempo. Si nuestra sociedad tiene vida y anhelos, no puede seguir aceptando la quietud ante lo que, como el servicio militar obligatorio, es absurdo y anacrónico; la esclerosis ante lo que, como el terrorismo vasco, es soluble en sus orígenes y siniestramente despiadado en sus manifestaciones; la pasividad ante lo que, como el paro, la delincuencia o la droga, tiene causas concretas y remedios concretos; la inacción ante lo que, como el deterioro de la sanidad, la justicia o la infraestructura del país, es consecuencia de la imprevisión y la impericia.

Mientras el Muro de Berlín cae, es inadmisible que la pared que en España separa los barrios opulentos de las ciudades-dormitorio sea cada vez más alta. Caminante, no hay camino... El Muro, en realidad, no existe.

Es sólo un concepto metafísico. Hay, eso sí, personas que -aferrándose a lo que tienen- tratan de sujetarlo, y otras que pugnan por acabar con él. Lo peor es la indiferencia entre el signo de admiración por lo que han hecho los berlineses y el interrogante sobre lo que seremos capaces de hacer nosotros. Que cada uno elija ya su bando.

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