Riendose a carcajadas.

«Anoche mismo se me ocurrió que un dermatólogo que profesara la religión budista sería un dharmatólogo. Y hoy tiene usted esa pequeña ración de agudeza en su mesa del desayuno. Rapidez, eficiencia, ¿se fija? A la hora del almuerzo puede pasarla a otro como si fuera suya. Ahora por favor déjese de comerse las uñas y escúcheme».

Así, «con esa pequeña ración de agudeza», escribía sus columnas y se dirigía a sus lectores del Irish Times Flann O'Brien, muchísimo más conocido por su actividad periodística como Myles na gCopaleen -no hay errata, Myles de los caballitos sería la traducción del gaélico-, el gran escritor irlandés, humorista y satírico, subversivo juguetón del lenguaje y de todo, de quien Nórdica, editora de sus novelas, publica ahora una recopilación de sus descacharrantes, sorprendentes y prodigiosos artículos con el título de La gente corriente de Irlanda. Se celebra, gozosamente -y, a ser posible, con una pinta de cerveza o un lingotazo de whisky-, el centenario de su nacimiento. Flann O'Brien ni siquiera se llamaba Flann O'Brien. Su nombre era Brian O'Nolan, pero lo cierto es que, en su actividad literaria, llegó a utilizar, lo menos, ocho pseudónimos. Un caso de «plurisociación» de la personalidad.


O'Brien publicó sus columnas en el Irish Times desde 1940 hasta 1966, fecha de su triste muerte. La sección se llamó Cruiskeen Lawn -jarrita llena-, y tuvo un origen tan gamberro como su continuación. O'Brien comenzó mandando cartas al director poniendo a parir al periódico, y esas cartas gustaron tanto que le dieron una columna. Después, O'Brien estuvo mandando cartas contra sí mismo, con diversos nombres, a las que replicaba desde su propia columna.

Irlandés y católico, su padre se empeñó en que hablara en gaélico -la lengua autóctona de Irlanda-, y O'Brien no supo una palabra de inglés hasta los seis años. A los nueve, se atrevió a contestarle en inglés a su padre, y se armó una gorda. Luego, fue un experto en poesía gaélica -el tema de su tesis- y, aunque se pasó al inglés, escribió a veces en gaélico -libros también-, pero siempre hizo bromas al respecto (y al respecto de todo).

O'Brien estudió en Dublín -había nacido en Strabane-, en la University College, donde ya demostró sus dotes de gamberro. Hizo, con 23 años, una revista llamada Tonterías, que reivindicaba «la risa terrible, la risa de los hombres perdidos» y cuyos impulsores aseguraban formar parte del sector «depravado de los hombres». Decían: «Estamos tan orgullosos como gallos y somos tan vanos como pavos reales». Luego, perteneció a la Sociedad Literaria e Histórica de la universidad, pero no entraba en las reuniones y se dedicaba a armar broncas desde la puerta. Por necesidades pecuniarias de su familia -tenía 10 hermanos-, ganó una oposición a funcionario, y funcionario de la Administración pública fue entre 1937 y 1953, cuando lo echaron «por razones de salud». O'Brien empinaba el codo sin recato ni moderación -la jarrita llena-, lo que ocasionaba ciertos problemillas. A veces, estaba tan beodo que se hacía acompañar a casa por un amigo, al que dictaba sus artículos en confuso estado de exaltada clarividencia e ingeniosidad.

Sin embargo, y pese a los deslices provocados por su afición a los alcoholes dorados -y también por eso-, lo pusieron de patitas en la calle porque estaba prohibido que un funcionario público manifestara sus opiniones políticas, y todo el mundo sabía -a pesar del pseudónimo- que O'Brien no respetaba la norma e, incluso, se permitía poner a caldo a su ministro. También publicaba en otros periódicos y con otros nombres, y no hará falta decir que sus diversas opiniones no eran obligadamente coincidentes.

Nórdica ha publicado las novelas de O'Brien: En Nadar-Dos-Pájaros (1939), La boca pobre (1941), La vida dura (1961), Crónica de Dalkey (1964) y El tercer policía (1967), novela póstuma, escrita después de la primera y que nadie quiso publicar en vida de su autor, lo que supuso un disgusto mayúsculo para O'Brien, que escondió el manuscrito y dijo que lo había perdido por ahí.

O'Brien también escribió para el teatro, la radio y la televisión, pero son estos libros -con sus artículos-, todos divertidísimos e innovadores, los que fundamentan su prestigio, un prestigio que se sitúa, para sus todavía minoritarios conocedores, muy cerca del de James Joyce o Samuel Beckett, por citar dos escritores también irlandeses (relativamente) parecidos.

A Joyce, precisamente, le gustó mucho -eso dijo, al menos- En Nadar-Dos-Pájaros, libro que fundamenta la gloria de O'Brien y cuyo bizarro título no voy a aclarar, porque es un lío. El manuscrito cayó en manos de Graham Greene, que lo recomendó al importante editor londinense para el que trabajaba. Anthony Burgess -tal vez sobrio para la ocasión- dejó escrito que era una de las mejores novelas del siglo. A Dylan Thomas le entusiasmó, y Jorge Luis Borges -que tenía mucho ojo, pese a ser ciego- también dijo maravillas y resumió así su argumento: «Un estudiante de Dublín escribe una novela sobre un tabernero de Dublín que escribe una novela sobre los parroquianos de su taberna (entre quienes está el estudiante), que a su vez escriben novelas donde figuran el tabernero y el estudiante, y otros compositores de novelas sobre otros novelistas…».

Joyce, Borges. Por ahí van los tiros, con gran audacia y, eso sí, infinito humor. O'Brien consideraba -como es el caso- que una novela podía tener varios comienzos distintos -tres, por ejemplo- y, no digamos, finales. También pensaba que, en la Historia de la Literatura, ya había un montón de personajes buenísimos y que no era preciso inventar otros, sino utilizar a aquellos en otras peripecias. También creía, como Pirandello, que los personajes se podían rebelar contra su autor y empeñarse -y conseguirlo- en seguir rumbos distintos, en hacer su vida al margen de la voluntad (impotente) del escritor.

La gente corriente de Irlanda es una desopilante selección de las columnas de O'Brien -que se casó con una mecanógrafa, no tuvo hijos y murió de un infarto-, muchas dialogadas, todas agudísimas, faltonas y libérrimas, lleven dibujos o frases en latín. Una fiesta del lenguaje, del humor y del ojo cínico. Y, ya puestos, clínico.

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